NOCHES EN EL VIEJO CONSERVATORIO

María Luisa Herrera

Ver páginas 2/26 del primer número de Metamorfosis

Maldije para mis adentros, una y mil veces, el momento en que decidí aceptar el trato, mientras recorría aquellos pasillos laberínticos, extraviado por completo. El frío, que antes atenazaba mis miembros haciéndome desear la llegada del verano, había dado paso a un calor sofocante debido tanto al ejercicio realizado como a la atmósfera densa y viciada que llenaba todos los espacios del lugar al que había descendido. Era la segunda noche que transcurría en aquel lugar. La primera me había resultado más complicada de lo esperado pero, finalmente, había conseguido salir al exterior, y todavía faltaban unos minutos para el amanecer, por lo que el trato seguía en pie. Ahora debía cumplir con éxito el mismo propósito, y solamente debería pasar otra noche más, consiguiendo salir de aquel lugar entre las doce de la noche y el amanecer siguiente, para que el Potentado me concediera la propiedad de la residencia en los bajos del Conservatorio.

Al llegar la noche estaba contento, me sentía seguro de superar la prueba otra vez más. Pero ahora no las tenía todas conmigo. Por lo pronto, me encontraba totalmente perdido. Aquella música me había llevado y traído a su antojo. Confiado en el éxito de la prueba, me dejé absorber por aquellos sonidos tan agradables, y hasta corrí tras ellos cuando su intensidad descendía al alejarse del lugar donde me hallaba.

Toda esta extraña historia había comenzado dos días antes. Bueno, realmente había comenzado mucho tiempo atrás. Cuando tuve que partir a la lucha, no podía imaginar cual iba a ser mi destino. El ejército invasor había tomado mi ciudad y reclutaron por la fuerza a todos los hombres. Yo era uno de ellos. Ahora me parece que han pasado siglos, pero realmente no sé el tiempo que puede haber transcurrido porque, a los pocos meses, deserté. Desde entonces huí a través de los montes o de las cloacas, permanecí escondido en cuevas hasta que el hambre me obligó a salir, vadeé ríos durante las noches de luna nueva. La vida de miedos y privaciones, de terror, que me he visto obligado a llevar para no luchar contra los míos, no puede describirse. Nunca me atreví a presentarme ante el ejército de mi pueblo, pues las ropas que visto, el uniforme del ejército invasor, les obligarían a disparar contra mí, antes de que pudiera hablarles. No me he relacionado con persona alguna desde mi huida, consiguiendo alimentos entre los desperdicios o en las plantas de los bosques, o robando en los huertos, según el caso.

Pero hace dos días tuve una suerte inesperada. Durante la noche, aprovechando que aún no había salido la luna, me dirigí al centro de la ciudad a través de la red de alcantarillado, en busca de alimentos. Helaba, y mis ropas desgastadas y raídas no me abrigaban demasiado. Tenía los pies cada vez más fríos. Al salir al exterior, comprobé, angustiado, que me hallaba en un lugar muy diferente al esperado, la tapa que debía abrirme paso a la negra ciudad nocturna, me arrojaba a las vías del metro, cerca de una estación. Como la circulación de trenes hacía tiempo que estaba interrumpida y no había ninguna iluminación, me dirigí a tientas en una dirección cualquiera esperando llegar a una estación y, desde ella, salir a la calle.

De repente tropecé con un bulto informe y blando. El corazón se me paralizó de espanto. Después, al no observar movimiento alguno, me fui tranquilizando un poco. Cuando reconocí el fardo extendido a mis pies, pude comprobar que se trataba de algún infeliz, asesinado y arrojado por una abertura de aireación hasta aquel lugar. Pero consideré el encuentro favorable, pues me ofrecía la oportunidad de cambiar de ropas. Aquel hombre llevaba un grueso abrigo de paño y un traje que, aunque grandes para mí, serían muy útiles para confundirme entre la gente si conseguía permanecer en la ciudad. Intercambié las ropas trabajosamente, sobre todo porque las mías no le ajustaban bien al infortunado. Abandonándolo dudosamente vestido, resolví regresar a mi escondrijo y no arriesgarme a vulnerar el toque de queda, porque ya no tenía necesidad de salir a escondidas.

A la mañana siguiente, logré confundirme entre el gentío que transitaba por las calles para hacer sus compras con los bonos de racionamiento. El hombre que me proporcionó las ropas para mi nueva identidad había sido, evidentemente, saqueado; pero lo habían hecho con prisas, cosa comprensible, y encontré unas pocas monedas en un bolsillo interior de la camisa. Caminaba feliz, con la expectativa de unos vasos de vino y una buena comida en una tasca de la zona. Por primera vez desde hacía muchísimo tiempo podía permitirme el lujo de pasear y observar a otras personas. Aunque había tratado de adecentarme al máximo, sabía que mi aspecto no era muy agradable, la suciedad que me cubría no era de dos o tres días ni mucho menos, y el pelo y la barba estaban recortados con mi machete de campaña, sin utilizar espejo. Pero no era momento de remilgos y, además, observando a mi alrededor comprobé que muchas otras personas se hallaban también en muy mal estado. Había un ambiente de animación que no me esperaba en época de guerra, la gente parecía nerviosa, y se juntaban corros en los que algunas personas discutían acaloradamente. Me uní a uno de ellos.

Así fue como me enteré de que el fin de la guerra era inminente, pero para mi desgracia -y supongo que para la de la mayoría de los civiles- el bando vencedor era el mismo del que yo había desertado. Una nube negra invadió mi espíritu, pero no permití que permaneciera en él mucho tiempo, estaba acostumbrado a vivir pensando solamente en el momento inmediato, y el futuro más cercano que me esperaba se hallaba en la acera de enfrente. En un gran rótulo, algo despintado pero aún visible, se podía leer: LA TABERNA DEL CONSERVATORIO. Cualquier otro problema podía esperar. Crucé, y abriendo la puerta de madera carcomida descendí un tramo de escalones muy desgastados, entrando en un espacio repleto de mesas, de humo, olor a vino tinto y calor. Dejándome invadir por la atmósfera rancia y la felicidad, atravesé entre las mesas aún vacías y me dirigí, tranquilamente, con paso reposado, a una mesita arrinconada. Era el lugar ideal para mí, hasta aquella esquina no llegaba la luz del ventanal que, casi a la altura del techo, se abría al nivel de la acera. Sólo entonces levanté la vista para observar al tabernero y los tres parroquianos que, apoyados en la barra, habían interrumpido su conversación para observarme. Hablé antes que ellos, para evitar preguntas:

- ¡Jefe! un tinto...

La voz no sonó imperiosa y sonora, como habría deseado, sino vacilante y casi inaudible. La falta de práctica debía de haber atrofiado mis cuerdas vocales. Horrorizado, volví a intentarlo, y esta vez sí se me escuchó en toda la sala, pero con un tono agudo, similar al de los muchachos cuando cambian la voz. Creo que enrojecí, pero el camarero, intercambiando una mirada de inteligencia con los otros hombres, se dispuso a servirme sin preguntar nada. A pesar de mis ropas de buen corte, me pidió que le pagara por adelantado. Volví a enrojecer, suponiendo que había comprendido que las ropas no eran mías. Temí que quisiera denunciarme por haberlas robado. Pero cuando me hubo situado delante un buen vaso repleto de vino oscuro y áspero, que derramó ligeramente al golpearlo contra la mesa, continuaron la conversación interrumpida por mi llegada. Hablaban del inminente fin de la guerra.

-¡El que se va a forrar va a ser el Potentado! -comentó uno de los hombres, rechoncho y bajito, que no alcanzaba a apoyar los codos en la barra.

-Ganará mucho con los otros edificios, pero con el viejo Conservatorio de Música... -le contestó el camarero.

-Ese es otro tema, de todas formas yo con los fantasmas no me metería... si fuera él, abandonaría ese edificio a su suerte. ¡Ya se ha enriquecido suficientemente con sus negocios sucios! -dijo para sí el tercer hombre, que hablaba con una colilla apagada entre los labios.

-Parece como si para él fuera una cuestión de honor el conseguir venderlo. Los esfuerzos que hace para ello no creo que se correspondan con lo que pueda ganar. ¡Y él se toma en serio lo de los fantasmas! Aún sigue buscando infelices que pasen la prueba... pero...¡callad! Ahí viene... -avisó el tabernero, mientras se giraba, haciendo ver que buscaba una frasca de tinto.

Ellos disimularon inclinando sus cabezas sobre los vasos semivacíos, yo miré directamente hacia la puerta que parecía abrirse sola. El hombre, que entró muy despacio, era lo menos parecido a la imagen que yo pudiera tener de un potentado. Eso sí, el traje que descubría al despojarse de un sobrio abrigo de piel, tenía un corte perfecto y su tejido parecía de la mejor calidad, pero su físico era insignificante. Aunque no sea quizá esa la palabra apropiada, era ancho y bajo, con las piernas demasiado cortas para el tamaño del resto del cuerpo; su cabeza, redonda, resaltaba por el color lívido de la piel. Aparentaba tener cerca de sesenta años, a pesar de que el poco pelo esparcido irregularmente sobre su cabeza era de color negro intenso; parecía teñido. Las facciones eran grandes y bastas, una gran boca surcaba la cara de lado a lado al sonreír mientras saludaba al camarero. El labio superior era muy fino, casi inexistente, y el inferior, sin embargo, era grueso y abultado; así, estirado por la sonrisa parecía una algarroba. El color amoratado intensificaba más esta sensación. Cuando se deshizo la sonrisa, los labios parecieron deshincharse y permanecieron colgando sobre una expresión anodina y ambigua, de la misma forma que lo hacía la nariz, irregular y gruesa, que se deslizaba hacia la barbilla. Sin embargo unos ojillos minúsculos, pero brillantes y escrutadores, vivían por cuenta propia desmintiendo la necedad que aparentaba el resto de la expresión. Sentí, sin poder reprimir un escalofrío, cómo se posaban en mí al recorrer la sala. Sin apartar esa mirada que parecía observarme doblemente, como si cada ojo fuera un insecto, una garrapata, y cada uno de ellos me analizara con diferentes intenciones -ninguna buena para mí-, se dirigió a los hombres de la barra:

-¡Con esta guerra, cada día se pierden más las buenas costumbres! ¿No tienen intención de presentarme al caballero?

Ninguno de ellos pareció sorprenderse. El que no alcanzaba a la barra le contestó:

-Lo haríamos de buen grado, si le conociéramos. Pero es forastero en este barrio...

De esta forma me dejó en una situación francamente incómoda, porque solamente me quedaban dos opciones, hacerme el desentendido o el sordo, o presentarme yo mismo; y esto era lo último que deseaba hacer. Sin embargo no tuve tiempo para reaccionar, porque el hombre recién llegado adelantó su cuerpo macizo unos pasos y se dirigió directamente a mí.

-¿Qué puede hacer un forastero en este barrio ahora que se está terminando la guerra felizmente? ¿Viene para visitar a algún familiar o, quizá, no sabe dónde se puede dormir en esta ciudad?

Permanecí callado. No podía apartar la vista de esas dos garrapatas que parecían haber encontrado en mí su presa más anhelada. No estoy seguro de si, realmente, no deseaba contestarle; pero no era éste el problema, la realidad es que no sabía qué decirle. Era consciente de la necesidad de hablar para no levantar sospechas, pero no era capaz. Observaba a mi alrededor como si yo fuera un espectador, no creía formar parte del mundo real. Mientras, el Potentado se acercaba a mi mesa con esa forma de andar tan característica, tan lenta, como si en lugar de piernas tuviera dos pequeñas ruedecillas que trasladasen su pesado cuerpo rodando de un lugar a otro, como si se deslizara por las baldosas desconchadas que cubrían el suelo de la taberna.

Hasta que esa cara, tan lívida alrededor de los ojos y la nariz, pero tan pálida en el resto que parecía presa nocturna de los vampiros, no estuvo casi encima de mí, no reaccioné. Y mi reacción fue la de beberme, de un trago, el contenido áspero y denso de mi vaso. El hombre, apartando una silla desvencijada, se sentó frente a mí. Me sentía como hipnotizado, solamente esperaba el momento en el que el par de garrapatas había de saltar definitivamente.

-Quizá el amigo tenga secretos que confesarnos...-La voz profunda y algo afónica de aquel hombre me envolvía de la misma forma que una araña despliega su tela esperando que la presa se enganche en ella. Yo sentía la inutilidad de cualquier acción como si ya hubiera caído en sus redes, era consciente de haber sido vencido antes de comenzar la batalla. El Potentado también lo sabía.

-¡Tabernero! Sírvanos dos vasos de ese vino tan bueno... Yo pago.

Sentí como si se desplomara sobre mí todo el cansancio de aquellos años de huidas; habría llorado si no hubiera agotado todas mis lágrimas en los primeros tiempos de la guerra. ¡De qué forma tan absurda iba a terminar mi peregrinaje!

-¡Vamos muchacho, reacciona! Quizá hoy sea tu día de suerte...

Ante una indicación tan absurda, no tuve más remedio que sonreír, y ante mi sonrisa, las algarrobas amoratadas que aquel hombre tenía por labios, se distendieron. El tabernero depositó dos vasos de grueso vidrio, mojados aún, sobre la mesa y cogiendo una garrafa, vertió vino en ellos hasta que rebosaron. El Potentado alzó el suyo y me invitó a imitarlo con un gesto mientras decía:

-¡Por los negocios! -y a continuación comenzó un largo monólogo dedicado a convencerme de las ventajas de la negociación. No volvió a preguntarme por las razones que me habían encaminado a la taberna, era perro viejo y no necesitaba conocerlas para saber que me tenía en sus manos. Por otro lado, su oferta era muy generosa, me permitiría habitar los bajos del viejo Conservatorio hasta que lo derribasen, a cambio, solamente, de encerrarme en él durante tres noches seguidas; eso sí, era indispensable que consiguiera salir de él antes del amanecer de cada una de ellas.

No escondió la razón de esta extraña oferta: el viejo Conservatorio estaba embrujado, y hasta que no pudiera demostrar que había roto el hechizo, no conseguiría venderlo. Ahora que se terminaba la guerra era un buen momento para la especulación y deseaba terminar con las historias de fantasmas lo antes posible. Tampoco me escondió que no era la primera persona a la que hacía esta propuesta, y que las anteriores habían fracasado en el intento. Lo que no me dijo fue que las personas que no habían conseguido salir antes del amanecer del viejo edificio, no habían salido nunca de él.

-Te interesa aceptar mi ofrecimiento, tendrás un lugar para dormir esta misma noche, y si todo sale bien, podrás habitar mi edificio hasta que lo derriben. Eso tardará varios meses en suceder por muy pronto que comience a negociar con él. Sabes que si no, al toque de queda te detendrán... Además yo te conduciré al lugar en mi coche cerrado todas las noches, así nadie te podrá detener y estarás totalmente seguro, sea cual sea el motivo que te obliga a esconderte. Esta taberna será tu hogar durante el día, yo pagaré las comidas.

La historia de los fantasmas no la creía, evidentemente, pero por muy desagradable que fuera aquel lugar, era cierto que no tenía nada mejor y que, al menos, el trato me daba un plazo de tres días. Eso era mucho más de lo que podría haber esperado de mi visita a la ciudad.

Acepté.

No recuerdo haber cenado mejor en mi vida. Creo que la comida no estaba especialmente buena, pero hacía años que no había comido algo caliente, sobre una mesa y con cubiertos. El Potentado me dio instrucciones sobre lo que debía hacer y lo que no, y se despidió hasta las once y media de la noche. A esa hora vendría a recogerme, me prohibió salir de la taberna para nada... temía que me detuvieran y quedarse sin su salvador.

Cuando se fue, los tres hombres que habían asistido a la conversación desde la barra, cogieron sus vasos a medio vaciar y se sentaron a mi mesa. Desgranaron las más terroríficas historias de fantasmas y aparecidos. Yo sonreía, ningún espíritu imaginario podía sobrecoger mi ánimo comparado con la guerra real que estábamos viviendo. No se trataba de que mi valentía me protegiera contra el miedo, ni mucho menos, el terror era el sentimiento que más a menudo invadía mi espíritu, pero sentía terror ante la realidad, ante los hombres de carne y hueso, ante la maldad y la locura humanas. Sin embargo aquellos hombres me miraban con conmiseración, ellos sabían que las leyendas sobre el Viejo Conservatorio eran reales, que allí se hallaba agazapada otra realidad, y por ser diferente a la que estábamos viviendo, no era menos cierta. Muchos hombres iniciaron la aventura, aseguraban; los conocieron como a mí y de la misma forma que había de suceder conmigo, no se supo nada de ellos después de su incursión nocturna.

Cuando, algo antes de la medianoche, extendía sobre el suelo del sótano el jergón que me había prestado el Potentado, pensaba en las razones posibles para que otros hombres no hubieran regresado tras pasar la noche en este lugar. Me sentí atrapado, pensé que el Potentado tendía trampas a los hombres de vida dudosa. Quizá su negocio consistía en entregar desertores. Era probable que, repentinamente, apareciera un pelotón de soldados en mi busca. A pesar de la intención de mantenerme vigilante durante toda la noche, el sueño me venció rápidamente. Fue un sueño profundo, negro, sin imágenes. No había dormido de esta forma desde los tiempos anteriores a la guerra.

Me sentía inmerso en ese estado en el que uno es consciente de estar durmiendo y, aunque no consigue despertar, sabe que todo lo que sucede forma parte de un sueño. Lo curioso era que no sucedía nada. No veía nada, todo estaba oscuro, sin embargo escuchaba una música lejana. Más tarde comprendí que esta música me había despertado casi nada más dormirme, y que no estaba soñando mientras me creía dentro del sueño negro. Si no veía imágenes era debido a que se trataba de la negrura real que me rodeaba.

La música era relajante, tranquila. Me pareció haber penetrado en el paraíso; después de tantos años sin relacionarme con la civilización humana, había olvidado que personas iguales a las que tanto miedo habían infundido a mi existencia, fueran capaces de crear y reproducir algo tan bello como lo que estaba escuchando. Me parecía el sonido de un Piano, no puedo asegurarlo porque nunca he tenido conocimientos de música. Las notas parecían moverse, ondulando, por el espacio, a mi alrededor. Abrí los ojos sorprendiéndome por la claridad que me rodeaba. Era noche de luna creciente, casi llena, y sus rayos lechosos se colaban por una abertura situada en la parte superior de la pared. Miré el reloj que me había prestado el Potentado, una pesada carcasa de algún metal herrumbroso que carecía de tapa, dejando ver su maquinaria "perfecta, que nunca atrasa ni adelanta", según palabras de su propietario. Eran las cuatro en punto. Tuve la seguridad de que si aún no habían venido las tropas a prenderme, ya no vendrían. A las seis se iniciaba el amanecer y, en ese momento, debía hallarme fuera del edificio para cumplir la promesa hecha al Potentado. Aún faltaba tiempo, pero era necesario no dormir otra vez, porque a esas horas el sueño es muy pesado. Un escalofrío recorrió mi espalda al sentir la humedad que flotaba en el aire. En ese momento, la música, varió su ritmo, se hizo más alegre. A pesar de ello, casi no alcanzaba a escucharla, parecía provenir de un lugar muy lejano. Supuse que lo mejor era huir del Conservatorio, el trato era hacerlo "antes del amanecer", y a las cuatro de la madrugada aún no ha amanecido. Pensando que al alcanzar la planta baja para salir del edificio, se escucharía la música con mayor intensidad y deseoso de percibir más claramente aquellos sonidos que tanto animaban mi espíritu, me apresuré a recoger el jergón y situarlo junto con las mantas en una esquina para utilizarlo la segunda noche.

Mientras ascendía las escaleras me dejaba invadir por esas notas que parecían confundirse con gotitas danzando en pequeños estanques. Cuando estaba a punto de abrir el portón desvencijado que me facilitaría el paso al exterior, un nuevo sonido se sumó al de las gotitas bailarinas, era profundo, lento, como un trueno en la lejanía. Me detuve a escucharlo. Aumentaba casi imperceptiblemente y envolvía otros sonidos cantarines, que parecían enrollarse en espiral. Repentinamente, una explosión de sonido, transparente, delicado, vivo, se alzó y corrió a través de las salas y los pasillos abovedados. Me dirigí hacia el extremo interior del vestíbulo para escucharlo mejor. Continué caminando, atraído por la magnificencia de aquella música y desemboqué en el pasillo principal de aquel edificio. Su techo tenía la altura de dos o tres pisos, y de él salían diferentes escaleras que conectaban con otras alturas, todas en el mismo lado. Enfrente se alzaban unos inmensos ventanales acristalados que dejando penetrar la blanquísima luz de la luna, convertían el lugar en algo irreal. Allí se escuchaba más claramente la música y reconocí el sonido grave y profundo, como el de un Órgano; mientras trataba de distinguir las diferentes melodías que se superponían, se sumó a ellas un timbre nuevo, un Clave, seguramente. Mi cuerpo se sentía ágil y casi etéreo, comencé a mover las piernas de forma que mis pasos creaban un ritmo acorde con la música. Salté, tratando de apoyar mis pies como si fueran de goma; giré levantando los brazos; corrí rítmicamente. La música parecía adecuarse a mis movimientos, no era yo el que acompañaba el ritmo de la música, era ella la que me seguía, creando melodías que se ajustaban totalmente a mis deseos. El pasillo se había convertido en una improvisada sala de baile en la que yo era el único actor. Sentí mis músculos de una forma desconocida, notaba cada fibra adaptándose al movimiento que realizaba para ejecutar perfectamente la danza, a veces delicada y otras, bestial, que aquel entorno sugería a mi cuerpo. Saltaba sobre los asientos de madera que se adosaban a los gruesos muros de piedra, en la profundidad que creaban los entrantes de los inmensos ventanales; giraba como una peonza, deslizándome sobre el entarimado, a lo largo del pasillo; daba volteretas, seguidas de grandes saltos extendiendo los brazos. Por mis oídos penetraba una música tan maravillosa que, mezclada con la sangre, recorría mis miembros, mi cerebro, mi corazón. Mi cuerpo era un instrumento maravilloso empeñado en el único fin de hacerme sentir la pasión de la música transportándome a un mundo ignorado hasta ese momento.

En medio de una voltereta acompañada de un giro veloz, escuché el sonido de un golpe que desentonaba totalmente con la melodía y la danza. Caí. El ruido me había sacado de mi concentración, parecía producido por algo pesado, metálico. Me levanté torpemente, la ingravidez me había abandonado. En el suelo, a mis pies, se encontraba el reloj del Potentado con la maquinaria esparcida a su alrededor. Sus agujas inertes marcaban las seis menos cuarto. La luna ya no se hallaba arriba, sino que había descendido hacia el horizonte, donde el cielo variaba imperceptiblemente de color. Abandonando el reloj destrozado en la tarima del pasillo, corrí al portón principal y salí angustiado al exterior. El coche negro, de cristales ahumados, del Potentado, esperaba pacientemente como un ave carroñera, en la esquina.

Había superado, por los pelos, la primera noche de prueba.

En la taberna me trataron como a un héroe. Aquel día conocí a otros clientes fijos que transcurrían allí solamente las mañanas; la mesa de la esquina oscura se convirtió en el centro de reunión. Durante aquellas horas aprendí tanto del barrio, sus habitantes y sus habladurías como si hubiera vivido en él y recorrido realmente sus calles, habitado sus casas y comprado en sus tiendas. Sin embargo no escuché ningún comentario sobre el viejo Conservatorio, una vez hube contado mi experiencia nocturna. Parecía como si una consigna sellara los labios de todos los hombres cuando hablaban ante mí.

Sin embargo, a la hora de la siesta, después de café, cuando la taberna se hallaba vacía, el tabernero fregaba vasos y rellenaba frascas de vino, y yo dormía pesadamente, entró un hombre diferente a los demás. Me despertó su voz estridente, preguntando si "el joven del rincón era la víctima del Potentado". Al levantar la cabeza, aún medio dormido y dominado por el sopor del vino espeso, vislumbré su silueta acercándose a mí a través de un vidrio esmerilado. La sombra oscura de miembros larguísimos se fue definiendo después de restregarme varias veces los ojos. Doblaba exageradamente las rodillas, levantando las piernas, al caminar; balanceaba los brazos, doblando también los codos; temía que fuera a desarticularse de un momento a otro. Su piel tenía ese tono amarillento tan característico de los enfermos de hígado y sus ojos, de un verde muy intenso, brillaban demoniacamente en medio de un globo ocular totalmente rojo. Las cejas, largas y rizadas, esparcían sus destellos cobrizos por la frente y ante los ojos. Era calvo y su cráneo se alargaba indefinidamente hacia lo alto para girar repentinamente hacia atrás, formando un globo que se unía a los hombros por medio de gruesos tendones.

Cuando terminé de restregarme los ojos comprendiendo que, por más que tratase de aclararme la visión, aquel ser no desaparecería de ella, el hombre ya se encontraba frente a mí. Un olor a musgo y moho se extendió alrededor de la mesa. Le ofrecí un vaso de vino y me dio las gracias pidiéndole al tabernero una copa de coñac.

-Amigo, sea cual fuere el delito por el que te puedan perseguir, nunca se te condenará a algo peor que a lo que te está arrastrando el Potentado.

Le miré sin contestarle, trataba de hacerme una idea de la clase de persona que podía ser un hombre como aquel. Sus largos dedos, nudosos, agarraban la copa de la misma forma que lo hubieran hecho unas garras. Abrió la boca y deslizó en ella varias gotas de la bebida dejando ver una puntiaguda lengua rosada, tan fina que casi parecía cilíndrica. La chasqueó como si se tratase de un látigo.

-Crees que has salido victorioso de la primera prueba y todos -sobornados por el Potentado- te animan a ello. Pero yo me siento en el deber de informarte de la realidad.

-¿Por qué se siente en el deber de hacerlo, si no me conoce de nada? -estaba a la defensiva, no creía en las buenas intenciones de nadie y me fiaba más del Potentado, que me proponía un trato al que había de sacarle él mayor ventaja, que de esta persona teóricamente desinteresada.

-Lo he hecho con todos los desgraciados que te precedieron, siempre que he llegado a tiempo. Soy el único de todos los asiduos de esta taberna que he vivido la tragedia del Conservatorio de Música, y solamente yo puedo imaginar todo el terror que se halla latente en ese lugar.

-¿La tragedia del Conservatorio...?

-Si. Sucedió hace muchos años, antes de que hubieras nacido. Entonces ese Conservatorio era el mejor que existía en el país. Su fama traspasaba las fronteras, y los que allí impartíamos clase nos considerábamos unos genios. Pero cada uno de nosotros se consideraba mejor que los demás, y a los alumnos les sucedía lo mismo. Debían superar unas pruebas de acceso durísimas y, cuando conseguían formar parte del selecto alumnado, se sentían superiores a todos. La competencia era terrible, las envidias también. El día fatídico era el anterior a un concurso que se celebraba anualmente, en el que se elegía el mejor alumno del centro. Aunque pudiera parecer que solamente concursaban los alumnos, la realidad era que la competencia entre los profesores era mucho más fuerte, pues el alumno ganador prestigiaba al profesor que lo había formado. Por eso, aunque corrió la voz de que había un escape de algún gas letal, nadie quiso suspender sus ensayos, pues pensaron que se trataba de una maniobra para que al día siguiente no estuvieran lo suficientemente entrenados, y no pudieran demostrar su virtuosismo.

Ya habrás visto cómo está construido el edificio, no hay ventanas accesibles que se puedan abrir. Cuando los músicos comenzaron a marearse y comprender que la alarma era cierta, no tenían fuerzas para acercarse a ningún teléfono, ningún timbre o romper un cristal. Solamente yo salí con vida del edificio.

Lo sorprendente fue que, cuando di la voz de alarma y penetraron a rescatar a las víctimas, no encontraron a nadie. Los cuerpos habían desaparecido, o se habían desintegrado. Ya no quedaba en el interior del edificio ningún resto del gas que se había extendido tan sigilosamente; nunca se pudo analizar su composición. Nunca se pudo dar cristiana sepultura a los cuerpos de tan insignes músicos.

Desde entonces, el edificio se encuentra encantado. Cuando han querido restaurarlo, los albañiles que han entrado en él, perecieron sepultados bajo los escombros; cuando han querido derribarlo, el conductor de la grúa ha caído de ésta, muriendo en el acto. Los bomberos que penetraron en sus sótanos para evacuar el agua de una gran inundación, hace varios años, se ahogaron en ellos...

-Entonces ¿por qué yo he podido salir tranquilamente de él? -le pregunté irónicamente, como para hacerle ver que las desgracias que describía no debían ser más que casualidades.

-Precisamente lo que te ha sucedido corrobora la fama del encantamiento que sufre el edificio. No se sabe de qué forma comenzó a transmitirse de boca en boca la condición para deshacer el hechizo, pero el caso es que comenzó a circular. Solamente se salvarían de los terribles accidentes los hombres que entrasen en él sin intenciones de reformar ni construir nada; pero no se salvarían de correr la misma suerte de los músicos, se convertirían en espíritus errantes sin esperanza de descanso, a no ser que consiguieran salir del Conservatorio después de haber dormido en él y antes del amanecer, durante tres noches seguidas. Tú solamente has salido de él la primera, otros hombres hicieron lo mismo que tú.

-¿Otros hombres lo han hecho ya?

-Claro. ¿Ni siquiera te habían dicho eso? -El iris de sus ojos parecía brillar intermitentemente, lanzando chispitas amarillas. -El problema es resistir las tres noches. Una sola no es demasiado. Puesto que nadie ha conseguido salir de él las tres noches seguidas, no debes mostrar tanta confianza y seguridad. Tú no eres un héroe, y lo que te ofrece el Potentado no es nada comparado con el negocio que va a realizar de conseguir que se rompa el hechizo. ¡El no pierde nada si tú desapareces en las entrañas de ese edificio monstruoso!

-Pero lo que yo gano es mucho para mí...

-Nada es mucho comparado con el destino del alma...

Cuando el extraño personaje se hubo ido, el tabernero comentó despectivamente:

-¡No era más que un conserje sin contrato fijo! Y deja ver que formaba parte de esos músicos geniales...

-¡De esos espectros geniales! -susurré tristemente.

A pesar de las advertencias de aquel hombre inquietante, comencé la segunda noche de pruebas con alegría y optimismo. Tardé en dormirme, había descansado durante el día y mi estado físico era mucho mejor que el de la noche anterior, pero no me impacienté, al contrario, me resultó sumamente agradable recuperar la soledad y poder sumergirme en mis propios pensamientos. Por primera vez en mi vida fui consciente de que la soledad puede ser algo necesario y bueno, cuando no es forzada. Vinieron a mi mente todos los lugares bellos que había recorrido durante mi huida, disfruté de su recuerdo como no había disfrutado de su presencia a causa de la angustia y el terror que me dominaron constantemente. Recordé valles dorados por el trigo abandonado, meciéndose por la brisa y mostrando mil matices diferentes de amarillo. Reviví la caricia del aire tibio en los primeros días de primavera y recordé el sonido de los riachuelos arrastrándose sobre sus lechos pedregosos. Soñé con la salida de la luna, redonda, grande, anaranjada, en las noches calurosas del verano. Caminé por su superficie porosa, cogiendo puñados de su tierra con mis manos; al escurrirse entre los dedos brillaba mostrando su verdadera naturaleza de oro, oro verde y oro rojo. De mis manos caían sortijas y pequeños pendientes, diademas y collares; de entre los dedos se deslizaban piedras preciosas engarzadas en oro. Los zafiros resplandecían antes de desaparecer engullidos por la tierra áurea que hervía bajo mis pies. El silencio lunar invadía todo el espacio. Poco a poco, el oro iba perdiendo su tono amarillento y un fulgor cada vez más blanco y deslumbrante me rodeaba. La luna había ascendido y, según describía la curva que la elevaba sobre el planeta, iba tiñéndose del blanco más puro. Hacía frío. El suelo era de nieve, la nieve más blanca que pudiera imaginarse, y al cogerla entre mis manos, veía cómo los dedos perdían su color, trastocándolo por un azul intenso. Mis dedos eran zafiros fríos e insensibles y de ellos parecía surgir una música extraña, como solamente puede escucharse sobre la superficie sin atmósfera de la luna.

Desperté atenazado por el frío de la noche. A lo lejos se oía una música extraña, la misma que había soñado. Estaba preparado para resistir el influjo de la música sobre mis músculos, no quería forzar la suerte y arriesgarme a permanecer bailando en el interior del viejo Conservatorio hasta después del amanecer y quizá para no detenerme nunca. Miré el nuevo reloj de pulsera que me había prestado el Potentado, marcaba las cuatro y la aguja del despertador estaba situada a las cinco y media exactamente. Pensé que a pesar de tener la seguridad del aviso del reloj, era mejor recoger y prepararme para salir lo antes posible al exterior. La música parecía escucharse con más fuerza. Distinguí el sonido, me pareció el de un Violín. Me froté las extremidades para entrar en calor, no quería caer en la tentación de saltar o correr, pues temía que el ansia de baile que me había dominado la noche anterior, volviera a apoderarse de mí. Me resultó extraño escuchar la melodía con mayor intensidad, parecía como si la música se me fuera acercando, y cuanto más cerca se percibía más bella era. Llegó tan cerca de mí que me paralizó el terror, ¡el espíritu del músico se encontraba tras la puerta!

A pesar del miedo no podía dejar de disfrutar, no solamente por el hecho de percibir unos sonidos tan maravillosos, sino por la paz y tranquilidad de que impregnaban mi alma.

Pero en lugar de atravesar la puerta, como me temía, el sonido comenzó a alejarse de la misma forma que se había acercado y, en lugar de tranquilizarme al comprender que ningún espíritu penetraría en mi recinto, una intensa zozobra comenzó a dominarme. ¡La música me abandonaba! Se alejaba por los pasillos, ascendía las escaleras, se perdía por las aulas vacías...

Era muy diferente el sentimiento de abandonar el viejo Conservatorio por propia voluntad para deshacer el hechizo, al de constatar que la música me abandonaba, que ella huía de mí. Sentí que debía alcanzarla nuevamente. Al fin y al cabo aún tenía dos horas para salir del edificio y, además, llevaba el reloj que me avisaría media hora antes de la salida del sol. Sin recoger las mantas ni el jergón, salí al pasillo corriendo por las escaleras en pos de la melodía que ya era casi indistinguible del ruido creado por las corrientes de aire a través de las fisuras de las paredes.

Cuando volví a escuchar los sonidos con claridad, uno nuevo se había sumado a ellos, un Chelo se alternaba con el Violín en la creación de nuevas armonías. El sonido surgía de algún lugar situado más arriba que yo. Continué el ascenso por un nuevo tramo de escaleras, más anchas, que comunicaban el extenso pasillo principal con un piso superior totalmente desconocido para mí. Me abrí paso a través de pequeñas aulas iluminadas por la claridad de la luna que penetraba el cristal de los altos ventanales. Sillas carcomidas y taburetes desventrados permanecían distribuidos de tal forma que se diría que los músicos acababan de abandonar las aulas; partituras amarillentas y enmohecidas descansaban en sus atriles; instrumentos desvencijados yacían en los rincones. En algún lugar se escuchaba un goteo sobre un remanso de aguas cristalinas. Me dirigí en busca de ese sonido que parecía acompañar a los Violines y Violonchelos alternando su ritmo con el de los instrumentos que continuaban alejándose de mí. Al fondo de un largo y estrecho pasillo repleto de puertecitas, se encontraba el lugar del que provenía el sonido, ahora era más musical y parecía como si los otros instrumentos acompañasen su ritmo. Permanecí inmóvil tras la puerta, escuchando. ¿cómo podía producirse una música tan relajante, tan espiritual? Por fin me decidí a abrir la puerta, lo hice de forma rápida y a pesar de ello, no pude hallar a nadie. La sala no era demasiado grande, aunque más espaciosa que las que había recorrido anteriormente. Estaba vacía. Las maderas que cubrían las paredes, se desprendían de ellas y alguna se hallaba caída en el suelo. Solamente había un instrumento en una esquina. Me acerqué a él. Se trataba de un Arpa que aún vibraba ligeramente. Se diría que, poseedora de vida propia, temiendo mi presencia, no podía controlar los temblores de sus cuerdas. Varios Violines alzaron su canto, acercándose al lugar. Corrí al pasillo deseando darles alcance, pero se hallaba totalmente vacío. El sonido se alejaba nuevamente.

Ahora, de forma inesperada la música parecía surgir de mi propio interior; un sonido grave y profundo me invadía. Enseguida lo acompañaron los Violines que continuaban yendo y viniendo. El Contrabajo lanzaba su voz quejumbrosa hacia fuera, llenando todo el espacio; el suelo retumbaba ligeramente. Comprendí que la música provenía del piso inferior, de algún lugar situado justamente bajo mis pies.

Descendiendo nuevamente las escaleras, me dirigí hacia el lugar del que creía que provenían las notas del Contrabajo, pero entonces dejó de escucharse, y los Chelos lo relevaron en su interpretación. La música era cada vez más dulce y yo deseaba más y más hallar su origen, pero parecía como si los Violines, que habían suplantado a los Violonchelos en el concierto, se hubieran puesto de acuerdo para jugar al escondite conmigo. Cuando creía alcanzarles arriba, los escuchaba abajo a la izquierda, cuando llegaba hasta allá, sonaban encima a la derecha... Recorrí pasillos infinitos, atravesé auditorios de techos altos y graduables y aulas anchas y repletas de cuadros ennegrecidos; me asomé al bar, desolado y triste, con la barra descolgada y las botellas de licores vacías; ascendí varios pisos; crucé despachos y salas de conferencias, servicios y vestuarios... Los Violines continuaban esquivándome cuando sonó el despertador de pulsera que me había prestado el Potentado.

Observé que me hallaba en un piso alto, porque la claridad era muy grande y esto sólo era posible si los edificios circundantes no alcanzaban a ocultar la luz de la luna. Debía hallar las escaleras y descender, para alcanzar la salida antes del amanecer. Pero las escaleras eran más estrechas que las que había ascendido, y el lugar al que me condujeron me resultaba desconocido. ¡Me hallaba perdido en el viejo Conservatorio! Cobré conciencia de mi desconocimiento del lugar. Me invadió un sudor frío y comencé a correr sin ningún sentido. Ahora los violines parecían haberse dispersado y sus sonidos me llegaban desde todos los rincones. Comenzaron a sonar nuevamente los Violonchelos y el Contrabajo, hasta el Arpa se unió nuevamente a su sinfonía. Todos parecían cantar victoria, todos se reían de mi ingenuidad; y yo corría ascendiendo y descendiendo escaleras y atravesando pasillos y salas de forma aleatoria.

En medio de mi terror, comprendí que debía tranquilizarme y detenerme a razonar, a pesar del estruendo musical que parecía empeñado en anular mi voluntad. Decidí que mi única salvación era descender, aunque no supiera la dirección exacta o la escalera precisa. Estaba en lo cierto, porque al alcanzar el gran pasillo principal del primer piso, comprendí que todas las escaleras desembocaban en él. Desde este amplio pasillo de grandísimos ventanales que se abrían a la plaza, supe reconocer perfectamente la salida, en el lugar opuesto y, segundos antes de que comenzara a elevarse el sol desde el horizonte, salí a la calle.

Las algarrobas que el Potentado tenía por labios, se tensaban en una sonrisa radiante cuando me recibió en su coche de cristales ahumados. Sin embargo mi sentimiento no era de victoria, me sentía estafado por no haber sido avisado, permitiendo que concentrase mis esfuerzos en la defensa ante las ansias de bailar, en lugar de advertirme que los instrumentos, la segunda noche, tratarían de extraviarme en el laberinto de salas, escaleras y pasillos del viejo Conservatorio. Así se lo dije al Potentado, pero éste me replicó con un argumento inesperado:

-Si el encantamiento del edificio fuera siempre el mismo, hace mucho tiempo que se habría podido conjurar, pero lo que tú experimentaste ayer, nadie lo había vivido así; y lo que cuentas de hoy, tampoco. Ninguna persona vive lo mismo que otra en su encierro, ni siquiera se trata de los mismos instrumentos de una vez para otra o entre diferentes personas... Algunos han escuchado flautas y tambores, otros trompetas y guitarras, otros clarinetes, saxofones, trombones... No puede organizarse una estrategia de actuación frente a las experiencias que tratan de entretener a los que duermen allí para despistarles y atraparles con la luz del nuevo día, porque nunca se repite un mismo hecho ni una misma música...

Después del café de sobremesa, cuando la taberna se hallaba vacía y yo dormitaba con los brazos y la cabeza sobre la mesa, vino el extraño personaje de la tarde anterior. Me espabiló su voz:

-¡Vaya, la víctima del Potentado ha salido victoriosa por segunda vez! -su tono de voz era irónico y me incomodó profundamente, sin embargo deseaba contrastar ideas con él y no demostré mis sentimientos. Hipnotizado por las pupilas de un amarillo cobrizo que se abrían en el centro del iris verde que, a su vez, refulgía en medio de los globos oculares intensamente rojos, le pregunté, incapaz de separar la vista de él:

-¿Por qué los espíritus del viejo Conservatorio han utilizado esta noche una treta diferente que la de la noche anterior?

-No es una pregunta inteligente, debías de saber ya la respuesta -dijo mientras se sentaba ante mí, extendiendo sus garras amarillentas sobre la mesa.

-¿Para que no esté prevenido y me sea más difícil evitar sus redes...? -pregunté, aún sabiendo que era la respuesta adecuada.

El tabernero depositó la gran copa de coñac sobre la mesa, sin que nadie la hubiera pedido. Observé al hombre que la recibía, sus pupilas tenían el mismo color y consistencia del líquido que calentaba pacientemente con sus manos, abrazando y girando la copa entre ellas.

-Me has formulado la primera pregunta de una forma incorrecta ¿no? -dijo, mojándose ligeramente los labios casi inexistentes con su lengua rosada y cilíndrica.

-Imagino que así ha sido -no sé porqué ese hombre me inspiraba una repulsión tan fuerte y, simultáneamente, me atraía de una forma tan intensa. Intuía que solamente él se encontraba en posesión de claves que permitieran comprender la dinámica de los hechos acaecidos por las noches en el viejo Conservatorio-. Mi pregunta debería exponerse de esta forma: ¿Por qué los espíritus se muestran de formas diferentes ante cada persona distinta?

-Sabes muy bien que la contestación sería la misma que la que tú mismo has dado a la pregunta anterior. La experiencia de una persona, podría servir para que la siguiente supiera cómo salvar la misma situación, posteriormente. Sin embargo, creo que sé la razón de esa pregunta tan absurda. Intuyes que hay algo más detrás de esos comportamientos de los espíritus. Y estás en lo cierto -dejó caer varias gotas del líquido ambarino sobre su lengua rosada y, después, la chasqueó. Creo que era su forma de paladear la bebida-. Lo que sucede dentro de ese edificio por las noches, tiene una relación directa con la persona que duerme en él. Pueden darse situaciones indiferentes o terroríficas, absurdas o inquietantes, éstas tendrán sólo un fin, retener a la persona que ha dormido en el Conservatorio. Dependiendo de los miedos y las ansias, de las esperanzas y las ilusiones de esa persona, así actúan las fuerzas invisibles.

-¿Por qué lo hacen? ¿Qué les importa a los espíritus lo que yo pueda hacer allí dentro?

-Es su residencia eterna, y si tú consigues salir por tercera vez antes del amanecer, errarán perdidos por el universo. Lo peor de todo, para ellos, debe ser el separarse de sus instrumentos. Solamente existen en la música que interpretan, cuando derriben el edificio y, con él, sucumban los viejos instrumentos que permanecen en su interior, ellos no podrán existir, será su fin.

-¡Absurdo! Si son espíritus, podrán vivir eternamente...

-Quizá una vida eterna, incapacitados para hacer lo que más deseamos, sea el más terrible castigo... O quizá no se trate de espíritus, sino de personas de carne y hueso que el gas hizo invisibles... O sean demonios destinados a arrastrar a sus terribles dominios a los hombres que se atreven a desafiar los encantamientos... -echó la cabeza en forma de globo hacia atrás y permaneció largo rato mirando fijamente el techo desconchado de la taberna. Yo seguía confuso, sentía miedo por la prueba que me podía aguardar esa noche. Él pareció leer mis pensamientos, porque continuó hablando -Todo lo que suceda esta noche se encuentra desde hace tiempo en tu cerebro. La forma de salvarse del encantamiento consiste en conocerse a uno mismo.

Me pareció escuchar una risa apagada, pero no le miré, continuaba perdido en mis inquietudes con la cara hundida en las cuencas de mis manos.

Cuando levanté la vista, la mesa estaba vacía y la sala también, solamente el tabernero, detrás de la barra, secaba los vasos recién lavados que habría de utilizar a lo largo de la tarde. Al observar mi expresión de asombro, comentó:

-Es un tipo extraño, imprevisible. Es por culpa de los gases misteriosos, su pinta también. Todos los que le conocieron antes de la catástrofe, aseguran que no era así hasta que se tragó aquellos terribles gases..., si es que eran gases... Es una historia muy oscura de la que solamente se tiene la declaración del Hombre-Gas, como le llaman. Yo, personalmente, creo que nunca ha contado lo que pasó de verdad y que él es el responsable de correr la voz sobre esas condiciones para deshacer el hechizo. Estoy seguro de que no se puede deshacer nada...: si en el viejo Conservatorio se ha colado un mundo paralelo al nuestro, como dicen todos esos que entienden, no creo que, desde aquí, podamos cambiar nada en él.

No lo digo para que te rindas, pero me parece que, como no tenemos ni idea de qué va todo eso, solamente tenemos dos posibilidades: permitirles que nos dominen o evitarlos. Y sólo tiene sentido hacer lo último, porque si nos metemos en un mundo desconocido, nunca podremos defendernos de él.

-Pero no tenemos que integrarnos en ese mundo, precisamente lo que yo voy a hacer es vencerlo, de lo que se trata es de anular el hechizo...

-Nadie ha sido capaz de regresar de la tercera noche.

-¡Buenas tardes! -el primer parroquiano de la tarde hacía su entrada en la taberna -. Me he cruzado por la calle con el Hombre-Gas. Parecía venir de la taberna, ¿os ha visitado?

-Ese demonio aparece siempre que alguien se aviene a romper el hechizo del viejo Conservatorio -contestó el tabernero, señalándome.

-¡Tú lo has dicho: ese Demonio! -replicó el parroquiano, acodándose en la barra.

-¿Por qué "ese Demonio"? -le pregunté, queriendo parecer indiferente.

-Porque se trata de un verdadero Demonio. Tengo la seguridad de que ese hombre es el responsable de la catástrofe del viejo Conservatorio. No creo que se expandiera ningún gas, creo que él hechizó personalmente a todas aquellas personas insignes. Quizá se reencarnó solamente para eso, la música es espiritual y Lucifer aborrece todo lo que puede elevar el espíritu de los hombres..., y más a los hombres que son espirituales. A lo mejor no es Satanás reencarnado, sino que hizo un pacto con el Diablo, con el fin de deshacerse de todas aquellas personas que habían conseguido el éxito, mientras él se consideraba un fracasado...¡Quién sabe lo que pudo suceder realmente! Pero tengo la seguridad de que el Hombre-Gas fue el responsable de aquella catástrofe...

-Nuestro amigo tiene mucha imaginación -me indicó el tabernero, con una sonrisa en los labios.

-¡Quién sabe...! Belcebú no debe ser muy diferente a vuestro conciudadano...: esos ojos en llamas..., esa lengua de reptil..., esas garras amarillentas que tiene por manos..., esos movimientos desarticulados, inhumanos... ¡Dios mío! solo de pensar en él me estremezco -comenté, sintiendo que un escalofrío recorría realmente mi columna vertebral.

-¡Vamos, vamos! -la voz provenía de la puerta -no es momento para desanimarse, precisamente ya has pasado la mayor parte de la prueba... -era el Potentado, que cargaba con un cordero limpio y deshollado sobre sus espaldas-. Vamos, tabernero, traigo cena para todos, la ocasión lo merece, ya puedes ir preparando las brasas, que esta noche vas a comer mejor que lo has hecho nunca...

Comenzaron a llegar los parroquianos de la tarde, de uno en uno, de dos en dos, en pequeños grupos. Se había declarado el alto al fuego definitivo, y todos estaban alegres aunque no fuera su bando el vencedor. Nadie deseaba que se prolongara más aquella terrible guerra. Sin pensar que el final de una guerra no suele ser el fin de los padecimientos El tabernero invitó a vino, del bueno, a todos.

No estoy muy seguro de que mi estado, aquella noche, fuera el adecuado para defenderme de amenazas desconocidas; había cenado mucho y, sobre todo, había bebido demasiado. La carne jugosa y grasienta, y la piel crujiente del cordero pedían regarlas con vino, y la bebida aromática y áspera requería bocados de carne para acompañarla. La alegría de los parroquianos que acudieron a la cena, invitados por el Potentado, no se debía solamente al optimismo de su anfitrión en cuanto al desencantamiento del viejo Conservatorio, ni siquiera al fin de la guerra, ni a la comida inesperada en época de hambre; se debía sobre todo al vino en sí mismo. Mi alegría se debía al mismo motivo, por eso, cuando descendí hasta los sótanos del viejo Conservatorio y me encontré solo en medio de tanta oscuridad, me invadió una tristeza tan grande como mi júbilo anterior.

Empecé a pensar en el fin de la guerra, en mi futuro ¿de qué forma iba a conseguir trabajo si era un desertor del ejército vencedor? ¿cómo era posible permanecer oculto en época de paz, en medio de una sociedad organizada? Me dormí envuelto en estos pensamientos, por el sopor que me producía la pesada digestión y el exceso de alcohol. Pero, precisamente a causa de estos motivos, me desperté pronto con sensación de angustia y malestar de cabeza. Miré el reloj del Potentado, pero no pude ver la hora a causa de la intensa oscuridad. Debía buscar un lugar donde hubiera agua para saciar la sed que me invadía. Al levantarme sentí que las tinieblas reinantes giraban a mi alrededor, tuve que apoyarme en la pared; y de esta forma, tanteando las paredes, comencé la búsqueda de un lugar con agua. Recordé el bar abandonado, tratando de hallarlo en el sótano que era donde recordaba haberlo encontrado.

Recorrí habitaciones que me parecieron almacenes, encontrando en un descansillo unos servicios pero, aunque nadie había robado los grifos, no salía de éstos ni una gota de agua. Hallé escaleras que descendían aún más, temiendo aventurarme en ellas, subí al piso principal. Desde el inmenso pasillo de los ventanales, comprendí que el sótano estaba subdividido en partes, y que solamente podía acceder de unas a otras a través de este piso. Elegí la escalera que me pareció mejor y, descendiéndola, desemboqué en el bar. De él pasé a la cocina, los grifos resultaron tan inútiles como los de los servicios. Entonces empecé a revolver entre todas aquellas botellas vacías que ocupaban los estantes, en aquel momento habría tragado ginebra pura, con tal de beber algo.

La luna debió de comenzar a elevarse, porque una ligera claridad se asomaba tímidamente por las ventanas que, cercanas al techo, se abrían sobre la acera de la calle. Un rayo lechoso incidió directamente sobre algo que se hallaba en el suelo, junto a la barra del bar. Lanzó unos destellos verde amarillentos. Dirigiéndome al lugar, descubrí una botella tirada en aquel rincón. Estaba llena, sin abrir. Miré la etiqueta, situándome bajo las ventanas para poder verla. Me resultaba completamente desconocida y los signos que representaban el nombre parecían pertenecientes a una cultura lejana, no sólo en el espacio sino también en el tiempo. Pero estaba repleta de líquido... Busqué un sacacorchos, y no me resultó demasiado difícil encontrarlo. Al salir el tapón, se extendió un aroma agradable y fresco. Bebí directamente de la botella. Sentía el líquido verdoso descendiendo por la garganta y no era capaz de dejar de beberlo, tan refrescante me resultaba. Cuando se terminó, me sentía totalmente renovado y, sólo entonces, me di cuenta de que, a lo lejos, alguien tocaba un instrumento musical.

Al principio creí que el sonido llegaba de la calle, pensando en los grupos que aún estarían celebrando el fin de la guerra pero, escuchando atentamente, descubrí que provenía del interior del edificio, seguramente de un piso muy alto.

Alegre y despreocupado, me dirigí escaleras arriba dispuesto a encontrar al músico y dar la cara. Miré el reloj, eran solamente las dos y media, por lo que tenía mucho tiempo hasta la salida del sol.

Después de subir numerosos tramos y muchos peldaños, alcancé un gran pasillo idéntico al que se extendía en el piso principal; pero su luminosidad era mayor por encontrarse más alto. Allí, la música se escuchaba con bastante claridad. Quejas armoniosas se alzaban en el espacio, hasta alcanzar el techo; descendían transformadas en suspiros y risas débiles. Un Acordeón expandía su fuelle con delicadeza y, comprimiéndose nuevamente, lanzaba al aire sus sentimientos.

Me dominó la misma necesidad de la noche anterior de alcanzar al instrumento, pero esta vez me invadía una ansiedad desconocida, inexplicable. Paseé por aquel lugar lechoso de luz de luna. Pensé. Y mis pensamientos eran sensaciones. Cada nota surgida de aquel instrumento se transformaba en un deseo, una necesidad, una aspiración... o quizá no sucedía de esa forma, es posible que cada deseo, cada necesidad de mi espíritu, tejiera aquellos acordes, vibrase en notas surgidas del Acordeón. Aquellos sonidos laceraban mi espíritu, las ansias inmensas de mi mente se derramaban por el espacio creando melodías que me atraían dolorosamente. Aquella música me hacía sentir cercanas las aspiraciones de mi espíritu, pero a la vez, inalcanzables. Debía desvelar el lugar donde se estaban interpretando las melodías de mi vida, sumergirme en la sonoridad que evocaba el mundo ansiado desde siempre, y que ahora se hallaba tan cerca.

Ascendí nuevos tramos de escaleras. Aquel instrumento me resultaba humano, sus acordes no eran inalcanzablemente espirituales, parecían la expresión misma de los sentimientos humanos; pero se trataba de sentimientos perfectos, de una espiritualidad voluptuosa que no eleva al hombre por encima de su naturaleza, sino que le reconcilia con ella. La música no se alejaba como la noche anterior, cada vez la escuchaba con más claridad y precisión. Y, según me acercaba a ella, otros Acordeones se sumaban a la voz del anterior, para llamarme más intensamente. Miré el reloj, aún era pronto y no corría peligro de faltar a mi obligación con el Potentado. La claridad de la luna era cada vez mayor y me parecía caminar sobre un suelo acolchado. ¡Qué maravilloso, introducirme en ese espacio de vibraciones! Los sonidos me envolvían creando sensaciones jamás sentidas. No sólo percibía la música a través de los oídos: mi tacto, mi vista, el olfato y hasta el gusto parecían participar del concierto. Evoqué inmensidades de agua azul turquesa; volé entre las fronteras de corrientes oceánicas frías y cálidas; navegué por los aires transparentes y lúcidos, y giré con los tornados en su negro torbellino; bebí la tibieza del aire nocturno y sentí los colores pálidos del amanecer sobre mi piel. Un Bandoneón se abrió paso entre las notas musicales con una voz tan dulce que calmó mis ansias de amor. Sentí el abandono y el despecho; y viví la alegría del reencuentro cuando todos los instrumentos corearon, simultáneamente, aquellas melodías cargadas de sentimiento.

Aquella vida, sobresaltada pero monótona, que había recorrido hasta aquel momento, se fue alejando insensiblemente de mí. ¡Qué necesidad tenía de dormir, provisionalmente, en los bajos del viejo Conservatorio, si podía habitar las elevadas regiones del edificio, eternamente! ¡Qué deseo podía albergar de defenderme de mis enemigos, si podía sentir la amistad y el amor más espirituales!

Los Acordeones continuaban expresando todos los sentimientos cuya existencia había ignorado hasta aquel momento y, según lo hacían, mi espíritu desvelaba regiones ocultas anteriormente. Agujas de hielo surgían, verticales, de las llanuras verdes de pasto, infinitos colores navegaban a ras de suelo para elevarse y teñir el aire.

El nuevo día se extendía apaciblemente sobre este mundo que creemos conocer tanto y que, sin embargo alberga infinitos estados y dimensiones desconocidos entre sí. A pesar de ello, ahora sé que nos será posible alcanzar cualquiera de ellos, siempre que hallemos el instrumento adecuado para conseguirlo.

En el horizonte, un sol inmenso, rojo como la sangre, se eleva hacia la eternidad; inmerso en su fuego dulce y protector, me elevo con él hacia regiones de felicidad jamás intuidas por ningún ser humano.

María Luisa Herrera Martín